martes, 7 de abril de 2020

LA VENTA


Mis padres: Chicha, Pablito y yo (archivo familiar)


Hoy más que nunca he sido, Toña la de Chicha, la de la venta de Santa Ana. 

Ante esta situación tan excepcional de cuarentena, por el COVID-19, salgo una vez a la semana a tirar la basura, y comprar en el súper lo necesario para reponer la despensa. 

Hoy me he puesto por primera vez la mascarilla, me la he puesto, como he oído a mis compañeros de la Escuela de Enfermería, esos profesionales que se esfuerzan en preparar a los mejores sanitarios. Ellos que cada día me enseñan hasta con un pequeño mensaje de humor, como se deben hacer las cosas bien, en estos momentos que nos toca vivir. Como actuar ante los demás para ayudar, enseñar, tranquilizar...
Pero esta tarde, fui Toña, la hija de la ventera del barrio.

Desde que nací, estoy detrás de un mostrador, primero en la venta de mi madre. Después en la venta de Manuel en el Barranco, más tarde, vendiendo medallitas con los curas, en el convento de La Virgen de Candelaria y en los últimos veinte años detrás de un mostrador en el Hospital La Candelaria. Y siempre con una sonrisa, como mi madre me enseñó, y como la vida me marcó. 

La larga cola de carros de compra, la tristeza reflejada en los ojos, el miedo en la piel, me dio un baño de realidad. Comprar rápido, en silencio, moviéndote para respetar el metro y medio entre clientela y trabajadores. La angustia que supone esa mascarilla quirúrgica pegada a mi nariz, el vaho cegando mis gafas, y al otro lado. Sus sonrisas, su amabilidad y su comprensión. Eso es lo que encontré en todos los trabajadores del supermercado. Y me resbalaban las lágrimas, no pude evitar, verme chiquitita, vulnerable, y allí estaba la cajera para sonreirme con sus ojos, y decirme, que tranquila que es normal, que nos acostumbraremos, que podremos juntos con todo esto.

Y yo la niña de pueblo, donde el salitre te peina desde bien temprano, no podía respirar. Y esa sonrisa y voz templada, me llevó a mi madre, a su venta chica con cuatro estanterías con poca mercancía, aquella mujer, que regalaba plátanos y "politos" de Orange Cruz con un palillo.
Porque el aplomo de su carácter para enfrentar las dificultades, yo creía que las había heredado, pero no, soy más débil que ella. Soy más débil que aquellas mujeres de postguerra, ahora tengo todo a mi alcance, puedo comprar lo que quiera. Pero, un bicho que no se ve, que no se huele, y no se oye, me deja inmóvil ante una cajera de supermercado. 

Y salgo al balcón, y aplaudo hoy con más ganas porque la cajera de mi super, es más valiente que yo. Solo tengo que quedarme en casa con mis comodidades, solo eso. Y hacerlo bien, tengo un hijo que también está detrás de un mostrador, pero sé que es más valiente que yo. Y mi madre, lo es aún más, que está sola en su casa mucho antes que el resto, lo estuviéramos. Y más valiente, es aún aquellos que comparten sus miedos con el aire, y buscan quehaceres nuevos, y nuevos entretenimientos, como mi otro hijo. Porque ellos solos y todos juntos sin decirlo, construimos algo nuevo e inmenso.

Yo ahora, solo quiero volver a mi barrio de Santa Ana, a la venta de mi madre, ayudar a cortar el queso y dispensar aceitunas, y escuchar las conversaciones de las vecinas. Porque en ese tiempo si estaba segura, detrás del mostrador, de la Venta de Chicha.

No hay comentarios:

Publicar un comentario