domingo, 8 de septiembre de 2019

EMILIA, ZENONA Y ANTONIA ALONSO

Imagen de actos de las Fiestas de Candelaria. Ayto. de Candelaria.















Emilia, daba sus primeros pasos junto a su madre Zenona, por las veredas estrechas y pendientes de Las Cuevecitas, por aquel entonces, las pocas casas repartidas por el núcleo rural tenían más de “goros” de animales que vivienda. Pero había algo que las identificaba, lo bien barridas y lustrosas como lucían las entradas a la casa y cerca el olor característico de los inciensos, que cuando se rozaban desprendían un aroma a limpio, así se diferenciaban de los habitáculos de los animales.
Zenona cargaba con la chiquilla allá donde iba, intentaba protegerla de las miradas penetrantes de los hombres, y de las muecas de desaprobación de las mujeres. Parecía mentira que sabiendo cómo se las gastaban las Alonso, se atrevían a mortificarlas.
Zenona había parido a Emilia sin estar casada, y Antonia la había parido a ella igual, en los registros de bautismo está escrito “madre natural”, parecía que estuvieran predestinadas a eso. La realidad era que las mujeres en el 1870 no estaban situadas en buena posición en la sociedad, no lo estaban entonces, y seguimos luchando ahora. Cuando naces en una sociedad rural tienes que pelear más por tu persona. Y Zenona lo sabía, por eso caminaba con la cabeza erguida y tomando de la mano a Emilia, las Alonso no bajaban la cabeza, eso repetía su madre Antonia y así sería.
Cuando Emilia llegó a los 19 años de edad, era toda una mujer, menuda y delgada que parecía nada a lo lejos, pero cuando te acercabas sabias que era de fuego, con un temperamento y desparpajo que no pasaba inadvertida, su vida transcurría entre cuidar la cabra familiar, traer leña del monte y ayudar en las labores a su madre y abuela. Andar por el monte le gustaba.
Esas caminatas y las reuniones familiares propiciaron que se enamorara de su primo Francisco, y éste tonteara con ella ilusionándola con un futuro juntos, era fácil ilusionar a una mujer en esos momentos, solo con la idea de tener una casa propia, y unos hijos propios a los que criar. Era simple, como simple parecía que esa ilusión se realizara. Uno de esos días, entre los pinos altos y los castaños de Chivisaya, Emilia se entregó al hombre apuesto que le prometía una vida nueva.
A partir de aquel día, la actitud del muchacho cambio, se hizo lejana, ya no le esperaba en el camino a su casa cuando venía con el “jace” de leña, ya no participaba en las reuniones del atardecer en el patio de su casa, algo pasaba, había dejado de rondarla y a cambio las risitas de los otros muchachos cuando ella pasaba, a Emilia no le gustaba.


Unas semanas más tarde, era evidente que Emilia había enfermado, estaba cansada, lloraba por cualquier cosa y no quería comer. Pero para Zenona, era claro como el agua, que su hija primogénita, tenía un mal, pero no estaba enferma. La abordó en un rincón del hogar cuando estaban solas y le espetó: - ¡tú estás preñada! Y Francisco se ha reído de ti. Mira que te advertí que primero al cura, y después al catre. No te sirve de nada verme a mí, lo que pasé por lo mismo, y tu abuela igual. Está claro que a nosotras no nos vale lo fácil. Pues ahora, apechuga con lo que venga.
Emilia, con los ojos húmedos de lágrimas incontrolables, intentaba replicar a su madre, pero no podía. Sólo atinó a decir: yo al cura, ya verá madre, que no será igual.
La preñez de Emilia no tardó en llegar a los oídos de Francisco, igual que no tardó éste en marchar rumbo a Cuba, en busca de fortuna. Y ella, desconsolada, engordando por días, pero furiosa con su suerte, no dejó ni un solo día de trabajar para ganarse el pan.
La leña ese día del mes de junio pesaba más y cuando ya divisaba las casas un dolor le atravesó el alma, cayó al suelo la madera recién cogida y un grito ahogado salió de su garganta. Se agachó y sola dio a luz a un niño. Fue tan grande su felicidad, que lo arropó con su larga falda negra, se puso la leña en su cabeza, lo abrazó y con la frente alta, como su madre le había dicho siempre, llegó a su casa.
En pocos días, volvía a las faenas, ahora también estaba Pablo, su rollito de oro, porque era rubio de ojos verdes, el niño más hermoso de cuántos existían y era suyo.
Pero las miradas y comentarios cada día se volvían más impertinentes, las palabras mal intencionadas le abrían el alma. Y la idea de abandonar el caserío y bajar a la playa se iba tejiendo en su cabeza. Pero como haría para sobrevivir en Candelaria, ella estaba acostumbrada a las cabras, la leña, el monte… Y allí abajo, era pescado y loza. Ella no sabía de esos oficios, pero los aprendería, porque una Alonso no baja la cabeza, solo lucha.
Aprovechando el frío de febrero y las fiestas de la Virgen de Candelaria, se fue a vivir a orilla del mar, se instaló en un cuartucho, con su coraje y ayudada por sus manos conseguía subsistencia para ella y su hijo.


Un buen día, reparó en aquel cabrero que guardaba el rebaño en la parte alta del pueblo, le miraba con insistencia cuando pasaba cerca, pero su mirada no era como la de los otros hombres, este la miraba con un brillo diferente. Tan diferente fue, que al poco estaban compartiendo casa y fogal. Ezequiel que así se llamaba, trataba a Pablo como su primogénito, le enseñaba a tratar a los animales, a ordeñarlas, a entender los sonidos al amanecer. Y a Emilia le ofreció un cariño que ella desconocía y protección. Aunque difícil manejar el carácter de la muchacha, poco a poco fue adaptándose a ella y la acompañó en todas sus decisiones. Cuando Emilia visitó a su madre y le contó de su compañero, Zenona solo preguntó: -No vas al cura?
-      No, madre, Ezequiel está casado, y se vino de los altos de Güimar pa’ Candelaria un poco por eso, no quiere cuentas con esa mujer, y a mí no me importa, porque me respeta, me deja hacer, me quiere a mi “rollito de oro” y me arropa. Con eso me basta, ¿qué más puedo pedir?.
Un día Emilia se enteró que vendían una casa con patio cerca de Santa Ana, y tal como supo quién la vendía, allá que se fue hablar con el dueño, quedó en un precio y le dijo que en 2 días volvería con el dinero. Cuando lo contó a Ezequiel no pudo decir nada, ya ella había negociado y cerrado el trato, ahora solo quedaba pagar, pero no tenían todo el dinero y acudieron a un prestamista, un usurero según ella, pero aún con ese pensamiento acordó la devolución del mismo con todos los intereses que eran muchos y en el plazo estipulado. Así se hizo con su primera propiedad.
Formó una familia de cuatro hijos: Pablo, Concha, Enriqueta y Fidel.
Emilia se casó con Ezequiel, pero como lo hicieron después de que él enviudara y ya tenían los hijos grandes no le cambiaron los apellidos. Otra razón, mas poderosa pudo ser que Emilia quisiera mantener el apellido Alonso en sus descendientes, a modo de rebeldía. Una rebeldía que la acompañó durante toda su vida, hasta sus últimos momentos.
Se le recuerda menuda, encorvada y ciega, pero con un espíritu libre y poderoso.
Pablo fue mi abuelo, Emilia fue mi bisabuela y me enseñó a ordeñar las cabras cuando apenas llegaba a las ubres. Zenona mi tatarabuela y Antonia mi trastarabuela. Soy ALONSO porque el coraje se ha heredado y conocer su historia me ha valido para NO BAJAR LA CABEZA.