Revisar fotografías antiguas
tiene mucho de revivir la VIDA. Repasando imágenes de mujeres campesinas en los
campos tinerfeños, acarreando sobre sus cabezas grandes cestas de pescado
recorriendo los caminos, piñas de plátanos de treinta y cinco kilos desde las
plataneras hasta los salones, sólo se entiende cuando una madre, la mía, hace
un rulo anudado con un paño y te lo coloca en la cabeza, estuvo ratos de gran
paciencia para que yo fuese capaz de llevar una pequeña cesta, pequeña, de
papas recién recogidas hasta la bodega donde se almacenaban. Nunca conseguí
cargar con decencia una pequeña cesta, terminaba abrazándola entre los brazos,
se me arañaban del roce pero no me quejaba, porque no era capaz de hacerlo como
mi madre me enseñaba.
Así que, mis habilidades eran
utilizadas en otras labores, lo de cargar en la cabeza no era lo mío.
Aquella madre que me trasmitía
sus enseñanzas, supongo que se vería algo frustrada porque yo no pudiera llevarlo
a cabo, y cuando miro esas fotos de otras mujeres me siento en deuda con ellas
porque no sólo trabajaban en las labores más duras e ingratas sino que lo hacían
con dignidad y una sonrisa.
En la finca de Punta Larga, me
cuenta, que tenía que llevar cestas cargadas de “estiércol” hasta el lugar
destinado para tratarlo más tarde como abono natural, de esas cestas
pestilentes bajaban algunos “bichitos” indeseados y aún así no tiraban la carga
y conseguían depositarla en el suelo sin que se esparciera. Una escena que
ahora mismo no se daría, porque tiraríamos el recipiente lo más lejos posible
de nosotras y acompañados de gritos de histeria. Pero eso hace grandes aquellas
mujeres que en los años 50 y 60 participaron en la construcción de una nueva
sociedad en Candelaria.
El agua, ese tesoro que no
valoramos lo suficiente, porque sólo tenemos que abrir el grifo de casa, y sale
un buen caudal. Mi madre me cuenta, que ella tenía que bajar desde el barrio de
Santa Ana hasta Amance dónde estaba el chorro del agua, subir con un bidón a la
cabeza por El Paso, el que conozca el lugar sabe que ahora está con escalones
de cemento, pero antes los escalones eran de callados de la playa y arena. Ese
líquido tan preciado lo mismo era para beber, cocinar, como para asearse o
lavar la ropa, se imaginarán que con un bidón sólo no daba para tanto, cuando
en cada familia el número de hijos tenía una media de seis.
Si ahora se hiciese una “yincana”
como en las fiestas de mi niñez, en el paseo de San Blas, deberíamos poner una
prueba que fuese llevar una cesta cargada a la cabeza, y teniendo que
prepararse el “rulo” cada uno. Estoy segura que esta prueba no la superaríamos,
los trabajos duros de antaño han dado paso que no se consideran duros ahora,
pero si nos paramos a observar a cualquier mujer nos daríamos cuenta que las
labores han cambiado pero el esfuerzo no tanto.
Que me dirían de una mujer que se
levanta a las seis de la mañana, para ir a trabajar, las que somos afortunadas
y salimos fuera de casa, para poder hacerlo, han tenido que dejar lista la
comida del día, la casa media recogida, hacer su labor por la cual recibe un
jornal, que según las estadísticas, peor pagados que el mismo trabajo
desempeñado por un varón. Y cuando termina la jornada remunerada, le espera la
organización familiar, los hijos “chicos” si los tiene su cuidado y educación,
las actividades complementarias sociales, que siempre las hay. Muchas consiguen
alargar el tiempo para poder ver la tele, comunicarse por las redes sociales,
leer, organizar el día siguiente y además llegar a dormir ocho horas. En el café
de la mañana en mi trabajo, que comparto con otras mujeres, siempre nos
quejamos de lo mismo: No me da el tiempo…, no nos da porque queremos seguir
moviendo el mundo igual que antes lo movían nuestras madres y abuelas. Y que
cuando nos digan que una tal Marie Curie es portadora de dos premios novel de
química y física, nosotras no nos extrañemos, lo extraño es que los
intelectuales del momento se lo entregasen a una mujer.
Es ahora cuando los noticieros
nos recuerdan las mujeres asesinadas, sólo por serlo. Nos da un pellizco en el
alma, y vemos que nos siguen matando. En países más alejados del nuestro, son
las mujeres las que a sus espaldas siguen acarreando las cestas con té en
China, las que en Bolivia atraviesan barrancos para hacer trueque, las que en África
llevan el peso de su comunidad… En fin, unas en tierras lejanas, otras al
cruzar la calle. Todas moviendo el mundo.
Mi madre no verá como acarreo
cestas a la cabeza, pero debo contar que ella lo hizo igual que muchas como
ella, y gracias a eso, yo pude elegir no llevarla.