Caminar despacito por la
Calle la Arena y respirar el olor a mar del Charquito, me lleva al roce de tu
mano, esa mano grande y estallada del quehacer diario, esa mano fuerte que
asegura mi equilibrio, esa mano que levantó la casa dónde crecimos, aquella que
te hicieron cambiar el balcón dos veces porque daba a la plaza, y tenía que ser
de madera… cuanto esfuerzo para conseguir un techo digno dónde guarecer a tu
familia. Pero tú lo conseguiste y sigue siendo una de las casas más vistosas
que se asoman a la Plaza de la Patrona, sigue arropando a tus descendientes,
sigue aguantando los vientos costeros como huracanes a veces.
Esas manos que volvieron a
construir otro hogar dónde pasaste tus últimos años, dónde conseguiste la
tranquilidad y paz que merecías, donde tus vecinos aún te extrañan y recuerdan
tus conversaciones donde siempre habían sonrisas porque tu irónica visión de
los acontecimientos diarios, provocaban risas. Volcado en tus tierras, tus
animalitos y los tuyos era el objetivo de cada mañana.
Tus partidas de baraja en
el Bar de Marrero, tus cuentos y tus risas marcaron las tardes vecinales compartidas.
Las mismas veredas que antes pisaron tu padre, tu abuela, tu bisabuela y
tatarabuela, también vieron tus pisadas, el campo duro y agradecido que
dignificaste con tu buen hacer.
Tu vida, tu sacrificio, tu
trabajo, tu sonrisa al ver a tus nietos, o soñarlos a los venideros, te
hicieron presente. Tan presente, que cada día te nombramos más, te recordamos más
y te extrañamos más.
Querido padre, te
conviertes ahora en una luz en el camino, y cierro los ojos y puedo sentir tu
mano fuerte y segura tirando de mí, me empujas cada día y sin pretenderlo se me
escapa una lágrima pero esta vez de paz, porque lo vivido ya no lo cambiamos, y
tu recuerdo se convierte en el mejor de los homenajes. Cada 26 de enero se
vuelve duro, se te extraña “viejo”.